01 febrero, 2009

Superviviente (Cuento)

Wilson viene animándose a seguir “corriendo”, como lo hacían en el estadio Juan Demóstenes Arosemena los seguidores de la novena de Panamá Metro, “¡corre Wilson, corre!”, le gritaba la grada entusiasmada, extática, viéndole doblar por segunda base, triunfal, heroico, “¡corre Wilson, corre!”, y Wilson corría más rápido y la gente gritaba más y Wilson llegaba a salvo a tercera base.
— ¡Corre, Wilson, corre! —se decía bajito, sudoroso, animando su pronunciada cojera. El negro Rolando Wilson tiene que llegar cuanto antes, aunque ya no sea tan rápido como entonces. Llegando a la esquina de Calle S, justo donde la señora Carmen Alicia vende sus platos de comida a dólar, la gallada lo anima con el mismo grito de ánimo de siempre, transformado ahora en grito sarcástico, burlón y cruel:
— ¡Corre, Wilí, corre!—.
Por mucho que se esfuerce, ya no puede alcanzar a ninguno de los muchachos que se burlan de él. Los mira con rabia y pasa de largo. Viene cojeando kilómetro y medio desde el barrio de San Miguel con prisa y sabe que tiene que llegar cuanto antes. La vaina es de vida o muerte.
— ¿Señor Rolando Wilson?
—Sí señor— contestó poniéndose en pie el negro.
—“Queda usted inhabilitado para la práctica del béisbol por espacio de dos años por agresión al lanzador del equipo de Chiriquí, Antonio Sanjur con un bate provocándole una grave lesión en el brazo izquierdo. Aunque el jugador no haya presentado denuncia, es deber de la Dirección de este equipo suspenderle como castigo de tan lamentable hecho. Tiene usted además prohibida la entrada a este Estadio y a cualquier otro de la República de Panamá en donde se esté jugando un partido de béisbol”.
El escueto comunicado lo leyó en las oficinas del Estadio Juan Demóstenes Arosemena el Director del equipo de Panamá Metro en presencia de todos los jugadores.
— ¿Comprende la gravedad del hecho y la necesidad que éste equipo tiene de actuar en consecuencia?
— ¿Lo entiendo, señor? —contesta arrepentido, mirando al suelo, Wilson.
Uno a uno fue despidiéndose de sus compañeros. Había actuado en el calor del partido y luego de que éste lanzador le golpeara dos veces con la pelota. Además, deportivamente hablando, no había tenido su noche. Mientras se despedía, recordaba cómo se fue hacia Sanjur que apenas dio dos pasos hacia atrás, él soltó uno de sus mejores batazos directo a la cabeza. Sanjur levantó los brazos para cubrirse. Eso le salvó la vida a ambos. Antonio Sanjur decidió perdonar públicamente a Rolando Wilson que, a pesar de haberse arrepentido y lamentado el hecho, fue sancionado por su equipo y la Federación Nacional de Béisbol.
—Espero verlo de vuelta con nosotros —estrechó por último la mano del Director—. Es usted una promesa para el béisbol nacional.
— ¡Corre, Wilí, corre!—, se vuelven a burlar los muchachos, tentando la paciencia del negro.
Wilí dejó atrás la esquina del barrio, se sacude de la memoria los recuerdos y llega por fin, respirando por la boca después de tanto esfuerzo, a la casa de Pablo, justo debajo de su balcón. Es su última oportunidad para salvar el fin de semana. La pierna izquierda le duele. Toma aire y grita desde la calle llamando a Pablo. Nadie se asoma al balcón y se desespera.
“Si se fue Pablo me jodí”, piensa el negro masajeándose la pierna mala a la altura del muslo para mitigar el dolor. El maldito disparo le jodió la vida.
Cuando se dispone a gritar de nuevo, albergando esperanzas y ejerciendo fe, Pablo se asoma al balcón masticando. Wilí le sonríe desde la calle y poniendo su mejor cara de necesitado suelta su petición:
—Pablo, llévame a trabajar contigo “loco” que estoy sin trabajo y necesito plata, tú sabes que la vaina está dura...
—Estás muy lento Wilí —le interrumpe con la boca medio llena, terminando de masticar, Pablo—. Cuando tú vienes con un cubo de piedras los demás llevan tres Wilí, y eso no me conviene, el dueño quiere su trabajo terminado cuanto antes...
“Pero si yo pongo interés Pablo”, Wilí insiste interrumpiendo desde la calle, haciendo aspavientos, “tú sabes que soy bueno y sano, si casi ni tomo, mi hermano”.
Pablo, desde las alturas de su balcón, le lanzó una mirada fulminante. La fama de bebedor de Wilí es conocida de todos en la zona del barrio de Calle S y alrededores. Parece que el negro nació chupando de la teta de su madre ron con leche, o sin ella.
—Wilí no insistas que no me sirves —sentenció, con severidad, Pablo.
—Pero si yo pongo interés, loco —volvió a argumentar con desespero el negro Wilí, la mano en la pierna izquierda que le duele de la carrera.
—Mira, termino de almorzar y nos vamos —cedió Pablo, aunque en el fondo algo le indicaba que la cosa terminaría como siempre. En la calle, al negro Wilí la pierna deja de dolerle de la alegría.
“Me salvé Diosito”, piensa feliz, mientras espera impaciente a su jefe.
A los cinco minutos bajó Pablo con un palillo en la boca, se montaron en el carro y se lo llevó a trabajar toda esa tarde de jueves. El viernes, temprano, también pasó por su puerta, Wilí se levantó a, tiempo, raro en ti negrito, le dice sorprendido Pablo a las 5:30 de la mañana. Wilí sonreído, se subió al carro cojeando. Estuvieron todo el día trabajando hasta las seis de la tarde.
El negro echa cuentas, sabe que sólo necesita catorce dólares para “vivir” su fin de semana. Ocho para buscar a su puta favorita, Flora, una chola de senos inmensos y a la que le ha cogido cariño en estos últimos meses. Además, es lo más barato que se puede permitir. La mujer es considerada y muy limpia. El sólo pensar en el plan que tiene para su viernes cultural, le produce un leve cosquilleo en la entrepierna. Con los otros seis dólares se comprará su medio litro de Seco Herrerano y un ceviche de corvina chico, se le hacía agua la boca, y el resto para el pasaje hasta el Mercado Grande.
“La felicidad es eso mi hermano”, piensa para sí cargando un enorme cubo con piedras, Wilí.
Tanto el jueves como el viernes el negro Wilí trabajó como nunca. Hacía su esfuerzo inútil por llevar el ritmo de trabajo del resto de la cuadrilla de albañiles. A pesar de ello, era más lento que los demás y la cosa se iba retrasando porque necesitaba descansar varias veces más que el resto. Terminaron a duras penas. El dueño de la casa, contento, dejó un dólar de propina para cada uno. La gente es así de truñuña, de agarrada. Así las cosas, Wilí cobraría quince dólares. No se lo esperaba: para él era una fortuna y el incremento de sus arcas en un dólar le daba la posibilidad de comerse un ceviche de corvina grande —ahora le sobra dinero, piensa—, en la Fonda Antioqueña.
Pero el negro Wilí no siempre fue así. Era una promesa del béisbol nacional pero su temperamento le jugó una mala pasada en aquel partido contra el equipo de Chiriquí. Luego vino la inhabilitación para la práctica del béisbol y después la vida delictiva a la que cedió en busca de dinero fácil. Tenía que mantener un estatus.
—Necesito plata para mis vainas —le dijo a Ernesto, el jefe de la banda, reunidos en el callejón fumando marihuana — ¡pero la necesito para ya!
Todo se fue al carajo cuando lo del robo al gallego de la mueblería, su primer robo, el disparo del policía y la operación que lo acabó de rematar. Nunca fue el mismo desde entonces. Su cojera de la pierna izquierda es muy pronunciada y se cansa mucho para ir de un sitio a otro. Nunca terminó sus estudios secundarios.
—Para qué —reía confiado, arrogante, ante la insistencia de su madre—, si voy a jugar en las grandes ligas, vieja, va haber plata para todos.
Recogidas las herramientas y descargadas en el taller, Pablo procede al pago semanal de sus empleados y colaboradores, Wilí entre ellos. La alegría se palpa en la plantilla y se adelantan entre ellos los planes para el viernes noche. Wilí ríe para sí y la entrepierna le cosquillea. Después de la cervecita de rigor, los muchachos comienzan a despedirse. Wilí emprende cojeando el camino hacia la puerta y a la gloria. Pablo insistió en llevarlo, total, pasa por delante de su casa.
—Mañana temprano te paso a buscar Wilí, no me falles ¿okey? —lo dejó en la puerta Pablo.
Wilí subió las escaleras hasta su casa. Cogió su toalla y alegre y cojeando se metió al baño. Salió rápido, se puso su única camisa limpia y medio planchada, de noche las arrugas no se notan tanto, y cogió un bus que lo dejara cerca del Mercado Grande. El conductor llevaba la música a todo volumen: Devórame otra vez, devórame otra vez... presagio de su noche de placer. Y Wilí, contento, se diría cantaba feliz.
Ya en la zona del Mercado Grande, eran como las siete de la noche, el negro buscó la Pensión París y por sus alrededores, cojeando como siempre, más elegante quizás, a la chola de sus sueños lúbricos. Flora iba embutida, en un estrechísimo vestido negro que favorecía sus grandes atributos y que Wilí interpretó como toda una declaración de intenciones. La saludó con un beso en la mejilla que a la chola medio le molestó por parecerse demasiado a los besos de un marido o de alguien que la quiere. A ella no le gustaba eso y correspondió a su cliente con un beso profesional, intentando alejar de la mente de Wilí cualquier absurda idea de que ellos, precisamente ellos, a fuerza de costumbre, pudieran llegar más allá de una mera relación mercantil. Al negro le despertó la virilidad ese beso profesional y su mente comenzó a recrearse de antemano en el goce de la mujer.
Iban caminando, entre risitas cómplices y lujuriosas, hacia la pensión cuando, de la oscuridad, les salen al encuentro dos hombres: uno de ellos bajo, con corbata y maletín negro; el otro, gordo y un poco más alto, con guayabera. Los amantes se asustaron: será una batida sorpresa de la Policía, pensó la chola que ya tenía experiencia en esas lides. Serán familia de la chola, Wilí temblaba al pensar, ya se sabe cómo es la gente del campo para esto de las mujeres. Del miedo a Wilí le parecía que el gordo se daba un aire a Flora.
El tipo bajo y con corbata hizo un movimiento extraño y metió la mano en el maletín. Una pistola o un cuchillo, pensó Wilí apretando en el bolsillo del pantalón el dinero que tantas piedras recogidas le costó juntar. Su entrepierna se olvidó por completo del entusiasmo de hace un momento. Del maletín el tipo saca, como un relámpago, una revista Atalaya.
— ¿Saben que el fin del mundo se acerca jóvenes?
Wilí respiró aliviado. La chola casi no podía contener la risa. Para el negro el mundo comenzaba otra vez, estaba a punto de volver a vestirse de Adán para encontrarse en el paraíso de sabanas blancas con su inmensa Eva ataviada con sus grandes virtudes y ambos sin hoja de parra.
—Si el mundo se va a acabar pronto, hermano —responde el negro recuperado del susto— voy a subir a la pensión con la chola a despedirlo.
Dándoles la espalda y dejándoles con la palabra en la boca, los amantes por horas siguieron hacia la pensión riéndose de sus miedos y advirtiéndose entre risitas lo que se iban a hacer en la cama.
Wilí subió detrás de Flora a la habitación número seis de la Pensión París en el Mercado Grande, que huele peor cuando sopla la brisa fresca del mar. Wilí fue feliz e hizo feliz varias veces a la chola que siempre le fiaba el cuarto por consideración a su impedimento físico o talvez por sus dotes de amante. Con el sudor de su frente Wilí pagó su noche de placer y en la bodega del chino Manzanero, al salir de la pensión, compró su medio litro de ron Seco Herrerano.
—Para esto se trabaja —iba hablando con nadie, ya borracho— para tener tu buena chola y para tomarte tus traguitos. Cojeando más de lo debido, Wilí emprendió su paseo de regreso al barrio. Del ceviche de corvina en la Fonda Antioqueña ni se acordó.
Por la mañana temprano Pablo vio a Wilí tirado en la acera, a la salida de su barrio, con una botella de Seco Herrerano vacía en la mano. Lo estuvo buscando para ir a trabajar, llamando a su puerta, intentando darle otra oportunidad al cojo. Pablo subió al carro y pasó de largo delante de él sin mirarlo. Wilí en el suelo, borracho y feliz sabe que allá en el Mercado Grande, ansiosa, la chola Flora lo espera el viernes que viene.