24 noviembre, 2008

Serenidad

Se infunde, se pierde, se desea. Es de esas sensaciones que todos deseamos tener a mano por lo menos una vez al día. La locura de la vida y su vértigo de hostilidades y problemas que resolver, nos minan la serenidad llevándonos al borde de la desesperación. Nos hostilizamos, no hacemos toscos y la rabia contenida termina por robarnos el sueño y la alegría. Tan atormentados estamos que muchas veces la serenidad de un valle o la del atardecer que se insinua sobre el horizonte nos molesta y hasta nos aterra. "Busca la paz y síguela", dice el Apóstol Pablo y con la serenidad debe ser igual. Si la persigues y la consigues no la dejes ir. Hoy más que nunca necesitamos de ella para mirar a la cara a ésta crisis y no reventar de tristeza.

23 noviembre, 2008

El boxeador catequista (Cuento).

Éste cuento ha sido publicado en el suplemento literario del periódico panameño El Panamá América, Día D, el domingo 23 de noviembre de 2008.
Comencé a emborracharme justo al día siguiente de mi última confesión con el padre Domingo. Luego de perder el ojo derecho y la única posibilidad que tenía de ser catequista, sólo me quedaba el ron a palo seco para purificar mis faltas y quitarme de encima esta sensación de pendejo que aun me persigue.
— Paisano —me dirigí al chino Manzanero que me sonrió con dientes amarillo nicotina— dame medio litro de Seco Herrerano.
— “Pero tú buen homble” —sorprendido por mi petición, ocultando la sonrisa—“tú no bebe lon...”
Salí de aquella tienda con mi primer medio litro de seco dejando atrás al chino insultado por metiche y las mujeres que allí estaban persignándose ante mi aspecto de pirata del caribe.
Por aguaitador me pasó lo que me pasó y lo que me pasó es tan absurdo que es mejor reírse que llorar. Tiburón, el que descubrió el huequito para aguaitar a Marianela sigue sin poder evitar la risa cuando me ve, si lo viera el padre Domingo... Pero antes de contarles como dejé la bebida debo referirles como empezó todo.
La señora Aleja, que sigue viviendo en el barrio, es una mujer de armas tomar. Gorda y boquisucia y muy beata, sigue siendo el ángel guardián de su sobrina nieta, y el ángel exterminador de los que la merodean. Marianela, la espiada en cuestión, es una trigueñita preciosa que contaba quince años entonces, pero muy bien distribuidos por su arrebatadora anatomía.
—Valentín que te pierdes —me advertía a mí mismo—, Valentín el sexto, el sexo, cuidado Valentín que es pecado capital.
Yo la miraba desde el balcón, lo reconozco. La veía llegar de la escuela paseando su belleza provocadora e inocente. Me fijaba en aquella faldita color caqui (más corta de lo permitido) y sobre todo en la transparente camisa blanca que me dejaba ver (o imaginar, es lo mismo) el apetitoso botón de su pezón derecho. El izquierdo lo escondía la insignia de la escuela. (¡Perdona Dios mío los recuerdos lujuriosos!). Yo les juro que me metía en la casa y me persignaba y rezaba un padrenuestro y un avemaría y me acordaba del sexto.
—Que por algo Dios lo puso entre los diez Valentín, el sexto es el número de la imperfección humana, ¡ay Valentín que es pecado mortal!— me decía.
Pero lo que más me inquietaba, compañeros, lo que de verdad me estaba volviendo loco, era el descubrimiento que una tarde compartió conmigo, lúbrico y lascivo, Tiburón el boxeador.
—Valentín, allí atrás de los baños de la casa de madera hay un huequito para aguaitar a Marianela, que te he visto que la miras mucho.
— ¡Por favor Tiburón que soy catequista! —le respondí molesto, blandiendo el librito naranja del Catecismo para catequistas.
— ¡Valentín —fruncía el ceño— que somos hombres, por Dios!
Alberto Moreno, alias Tiburón, el boxeador colonense, madrugaba todos los días. Antes de irse a entrenar, a eso de las seis de la mañana, se instalaba ante la ventana del secreto. Aguaitaba un rato y se iba antes de que Marianela terminara su baño. Ella canturreaba, me decía, mientras se enjabonaba despacito, haciendo movimientos circulares con las dos manos sobre su pecho.
—Con el ruido del agua del baño no oye que me voy —sonreía malicioso el boxeador—. Todo está calculado Valentín.
Si la muchacha se retrasaba y se le hacía tarde para ir a su entrenamiento no esperaba: se consolaba pensando que mañana sería otro día. Sabía que de lunes a viernes, a eso de las seis y diez de la mañana, Marianela exhibía su belleza en aquel baño comunal de la casa de madera donde vivía. Ignoro, amigos míos, lo que Tiburón hacía mientras miraba en soledad toda esa maravilla.
—La luz del baño ilumina lo suficiente para verla bien —continúa picarón y sonriente mientras yo ardía de ganas por dentro y rezaba “yo confieso, ante Dios todo poderoso...”
Pasé muchos días dándole vueltas al asunto del huequito, de Marianela y de la lujuria. La sola idea de asomarme al mirador de su intimidad y la posibilidad cierta de dejar de imaginar y abrazar con la mirada la realidad de su cuerpo, me tenían tenso y malhumorado. El deseo me estaba matando y la entrepierna no respondía a mis llamados al orden y la castidad. Es lo que tiene ser soltero y vivir solo.
No les alargo el cuento. Fue el 5 de julio del año pasado cuando me decidí. Esperé en la calle a Tiburón, eran más o menos las seis de la mañana, y nos dirigimos hacia la ventana del paraíso. Temblaba entre entusiasmado y nervioso. Nadie advirtió cómo nos metimos detrás de la vieja casa de madera y tomamos posiciones detrás del baño.
—Cógelo suave —me animaba Tiburón—. Ya has dado el primer paso. En cuanto la veas, se te quita todo. Cuando prenda la luz...”
Unos pasos que se acercaban nos hicieron guardar silencio. El corazón se me iba a salir del pecho. Venía la belleza trigueña e inocente de Marianela a mostrarse entera ante mis ojos.
—Valentín el sexto, Valentín la lujuria, ¡ay Padre perdóname, porque sé lo que hago! —pensaba arrasado de deseos impuros.
Se hizo luz y puse con avidez el ojo derecho en el agujero, intentando llenar de realidad de una vez por todas mis pecaminosas intuiciones. Súbitamente di varios pasos hacia atrás llevándome las manos a la cara. Pensé que algo se me había metido en el ojo pero al intentar abrirlos sentí un dolor agudo, una fría punzada que me previno de lo peor. Con el ojo izquierdo logré verme las manos ensangrentadas y un fuerte dolor fue conquistando mi cabeza poco a poco. Recuerdo eso y la voz chillona y desafiante de la señora Aleja gritando “¡eso te pasa por aguaitar a mi sobrina Tiburón chuchaetumadre, te dije que te andaras con ojo!”. ¡¡Qué paradoja Señor!!
Me atendieron en el Hospital Santo Tomás al que fuimos en taxi, un taxi viejo, sin aire acondicionado y que encima nos cobró tres dólares por la urgencia.
— ¿Qué le pasó al señor? —le preguntó una de las enfermeras a Tiburón que me acompañó consternado en medio del dolor y la vergüenza.
— ¡Una pendejada! —contesté molesto, tapándome con cuidado el ojo con las manos, la camisa bañada en sangre.
Días después de perder el ojo fui a la parroquia a confesarme. El padre Domingo era mi confesor y maestro espiritual desde que era monaguillo y al cual, sin tapujos, le conté todo.
— ¿Lograste ver algo hijo? —preguntó curioso el cura.
—No padre, ¡no pude ver nada! Fue la tía la que entró con el chuzo, —le contesto en tono contrariado tocándome la venda pirata del ojo.
—Bien, mejor para ti, así no tendrás posibilidad de traer a la memoria imágenes lujuriosas y pecar de pensamiento. ¿Entiendes que no podrás volver a dar la catequesis en esta parroquia?
— Entiendo —le respondí resignado bajando la cabeza.
— ¿Te sientes arrepentido ahora hijo?
— ¡Pues no, padre. Siento que soy pendejo! —contesté molesto, levantando bruscamente la cabeza y casi gritando al padre Domingo.
— ¿Y eso?
—Perder un ojo y mi puesto de catequista en la misma mañana por una muchacha de quince años ¿no le parece una idiotez?
—Me lo parece hijo, me lo parece.
— ¡Y encima sin ver nada! —exclamé sin el menor atisbo de vergüenza.
—Pues sí que es una tontería hijo —respondió el padre Domingo medio reído, absolviéndome en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo e imponiéndome una penitencia de cien padrenuestros ante el Santísimo Sacramento.
Por eso digo, queridos compañeros de luchas contra el alcohol, que me acompaña una profunda sensación de pendejo que sólo podía ahogar en la bebida. Es más, esa mañana fatídica Tiburón me cedía, sospechosamente caballeroso, la opción de mirar primero.
—Aguaita tú primero catequista, que yo ya la he visto muchas veces.
Y recordé en ese momento, mientras instalaba mi ojo en el mirador de la gloria, el pasaje del Evangelio que el padre leyó en misa el domingo anterior al fatídico día y que dice algo así como “si tu ojo te es ocasión de caer sácatelo y échalo de ti”. Y fíjense por dónde, ¡ay!, me lo sacaron.
La semana siguiente, mientras dormía la juma en las escaleras de la Iglesia vi a Tiburón conversando con el padre Domingo. Palmaditas en la espalda, bendición para despedirlo como hacía conmigo. Al llegar a mi altura vi que llevaba bajo el brazo el librito naranja del catequista y me lanzó la misma risita maliciosa de cuando me enseñó el huequito. Para más inri sale ahora con Marianela con el beneplácito de la señora Aleja que dicen, no se podía creer que fuera yo el aguaitador lascivo.
¿Ahora entienden por qué bebía? Con lo pendejo que me sigo sintiendo al recordar todo esto, lo que no sé es por qué dejé de hacerlo.

19 noviembre, 2008

Una reflexión de ayer

Ésta reflexión que recupero, apareció en el periódico La Prensa en el 4 de julio de 2004. No debemos olvidar estas cosas.
Acabo de ver con profundo pesar, un especial informativo emitido aquí en España sobre la prostitución de menores en Panamá. Un equipo de periodistas del periódico El Mundo y de la cadena de televisión Antena 3 han presentado cómo las niñas panameñas son utilizadas como mercancía sexual, y la total impunidad con que todo ello ocurre.
Una de las principales proxenetas del país (según la información vertida en este reportaje) es hija de alguien muy importante en Panamá y cuenta entre sus clientes a varios políticos de prestigio. Dijo además que en Panamá no se le presta atención a lo de la prostitución infantil, ya que muchos de los que suben al poder tienen ‘‘el cerebro dañado’’. Creo que desde su periódico debemos proponer menos enfrentamientos políticos y más soluciones sociales que saquen a nuestro país de tan ignominiosa situación.
Cuando uno vive lejos del terruño, cuando uno se esfuerza por proclamar el orgullo patrio y pretende colocar a su país donde le corresponde, salen a la luz estos oscuros hechos que laceran terriblemente la confianza que cualquier extranjero pueda tener para visitar nuestra tierra (...).
Una frase del reportaje me corroe, me inquieta, hablando de las autoridades: ‘‘¿negligencia o corrupción?’’. Como panameño empiezo a creer que se trata de lo segundo. Y ustedes, ¿qué opinan?

15 noviembre, 2008

Silencio

Callarse no es nunca una salida. Es mejor morir diciendo lo que se siente, lo que se padece, que vivir en un silencio desquiciante y torturador. A veces, y ya me contradigo, el silencio es balsámico, necesario pero sólo para la necesaria reflexión que termine precisamente por romperlo. No puedo callarme, necesito decir, necesito manifestar por escrito o por la conversación o por la vía de la discusión, aquello que habita mis sombras y mis dudas. Quien se calla sufre, quien no dice termina por ser esclavo de sus frustraciones y debilidades.
Debemos pensar lo que decimos, es cierto, pero debemos decirlo. No me fío de los que se callan siempre, desconfío de aquellos que, por no herir, por no conmover, por ser políticamente correctos, se callan. Pero tampoco me fío de aquellos que hablan, que dicen lo políticamente correcto, que manifiestan el pensamiento único y ocultan (silencian) la verdad de las cosas y nos sumergen en una alharaca de palabras mentirosas y complacientes que son una forma aun más cruel del silencio.

14 noviembre, 2008

Los disparos del cazador

Descubrí a Rafael Chirbes por casualidad, paseando el deseo de una nueva novela por una librería. Me acerqué a los libros de bolsillo y buscando no sé qué me encontré con un autor creo necesaria en las letras españolas. Este valenciano traza con finísima economía literaria una trama que nos envuelve desde el principio, introduciéndonos al cuestionamiento último y moral de un hombre ante su muerte inminente.
Los disparos del cazador (Anagrama, 1994)es una novela de fin de vida, una confesión en blanco y negro, de un hombre que pertenece a una generación de españoles que vivieron una época gris en la cual las cosas se hacían de otra manera. Fresco de una época, retrato del la España de la que venimos, esta novela corta (apenas 136 páginas) nos pone delante los avatares de un hombre que parece no estar satisfecho con todo aquello que logró, que en un tiempo parecía todo, pero que ante la muerte no significa nada.
Todo se va insinuando, todo va quedando sostenido, y en cada página asistimos a un necesario ejercicio de escucha del silencio de la escritura pues en esta novela lo que no se dice, lo que se intuye, es necesario para la comprensión de la trama.
El protagonista enumera sus recuerdos, cómo empezó en el Madrid de los cincuenta, cómo fue escalando posiciones, cómo su mujer consigue poco a poco situarles en una órbita de personas y contactos y cómo poco a poco los secretos guardados, las traiciones, conocidas o intuidas por años, ahora pesan como una losa sobre sus hijos y en su nieto. Las tensas relaciones con la familia en el pueblo, el desencanto a pesar de tenerlo todo, la búsqueda de una salida a la tristeza dentro del matrimonio son algunos temas que la novela repasa con delicadeza de pintor. La figura enigmática de Ramón puebla la novela como una pared donde rebotan los recuerdos, donde se sostiene la realidad de los últimos días de este hombre que no tiene más que sus recuerdos y sus culpas.
Chirbes traza una novela corta que se sirve de precisas metáforas, que maneja bien los tiempos y que usa con maestría la tensión y el dato oculto como herramientas para sostener nuestra atención hasta el final. Su técnica es limpia y directa, renunciando al experimentalismo que muchas veces no es más que eso y se encierra en una técnica más convencional, que permite al texto contar su historia sin distraer al lector de la trama que sigue. Esta renuncia al experimentalismo no debe tomarse como una cobardía del autor, sino como su sello personal, como un rasgo de su carácter como escritor.
Estamos ante un escritor que se ha convertido en inprescindible, dueño de su oficio y al que haremos bien en seguir y leer lo que ha escrito hasta ahora. Su ensayo "El novelista perplejo", promete. Ya hablaremos de él en otro momento.